Vivir en el presente, una necesidad

Recuerdo, en mi infancia, como un año era larguísimo, daba para mucho, las vacaciones eran divertidísimas, cada día lo disfrutábamos como si fuera el último…. En la infancia, no tenemos preocupación por lo que pasó el año pasado, por cambiar lo que hicimos, ni estamos pensando en cómo será el año que viene… Tenemos esa capacidad de vivir en el presente, “hoy me he divertido en el colegio“, “lo pasé bien en la piscina“… Incluso, en aquellos casos en los que la infancia no fue una época especialmente feliz ni de disfrute, los años también eran más largos. El tiempo nos lo marcaban los adultos, no estábamos tan pendientes del reloj, sabíamos que era la hora de comer o cenar o hacer los deberes o ir al parque porque las personas adultas nos marcaban los tempos. No vivir pendientes del reloj era muy agradable.

No recuerdo como esa capacidad para vivir el día a día sin ir más allá fue cambiando… Creo que en la adolescencia ya teníamos esa sensación de que cada año que pasa es más corto… Cada vez los meses se escapaban más fugazmente, el año escolar se hacía un poco largo (por aburrimiento) pero las vacaciones se hacían cortas… En cuánto nos adueñamos del reloj y de lo establecido socialmente, corremos para ser puntuales y para hacer las cosas cuando tocan…

También, lo que cambia es el tiempo de disfrute. Cuantas más responsabilidades, más largo se hace el tiempo. En la infancia nos pasábamos los días jugando y disfrutando… En la adolescencia había un poco de todo, días más de responsabilidad, días más de disfrute, pero nos íbamos haciendo mayores, y cada vez más el reloj y las exigencias externas mandaban. En la universidad o en los estudios postobligatorios, las cosas van tomando un aire de seriedad. Estás preparándote para trabajar,  vas adquiriendo más responsabilidades, aprendiendo una profesión, y empezando el contacto con el mercado laboral.

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Al empezar a trabajar dedicamos muchas horas de responsabilidad al día, si encima tenemos descendencia, al llegar a casa, hay más responsabilidad. Las horas están llenas de: “hay que hacer esto…”, “toca hacer lo otro…”, “tengo que…”, etc. Y esas horas se escapan, porque no se escoge su contenido ni se disfruta, se hace porque se debe.

Y muchas personas pasan los años de trabajo esperando las ansiadas vacaciones, aquellos días del año dónde se supone que no hay obligaciones… Sin embargo, al volver de esas vacaciones ya están pensando en las siguientes… A veces, se pasan los años de trabajo pensando en la jubilación, ya que será en esa época en la que se podrá disfrutar de verdad…

Y todos esos años, anhelando tiempos futuros no permiten disfrutar del aquí y el ahora.

Leí una frase de Dalai Lama que me encantó:

“Lo que más me sorprende del hombre occidental es que pierden la salud para ganar dinero, después pierden el dinero para recuperar la salud; y por pensar ansiosamente en el futuro no disfrutan el presente, por lo que no viven ni el presente ni el futuro; y viven como si no tuviesen que morir nunca… Y mueren como si nunca hubieran vivido”…

¿Por qué no centrarse más en el presente? Durante los días de obligación, se puede disfrutar de cada momento. Cuando me centro en lo que hago, siento una paz interior, siento una conexión con el entorno y un bienestar físico que me da energía y me permite sentirme viva. Los tiempos se alargan, la sensación de estar haciendo cosas útiles, aprovechando el tiempo, incluso disfrutando de las sensaciones de cada actividad, ayuda a cargar las pilas. Mi mente con sus pensamientos intrusivos sólo es un estímulo molesto, que me hace pensar en lo que no tengo o en lo que ya pasó…

Cuando hago actividades que me aburren, si las hago centrada en ellas, respirando, notando lo que promueven en mi, dejan de aburrirme. Si no pienso que me aburro, no me doy cuenta y la actividad se hace mucho menos pesada. Si pongo todos mis sentidos en lo que estoy haciendo, genero un espacio de bienestar interior, de disfrute, de conexión.

Vivir en el presente es sacarle jugo a cada minuto. El trayecto al trabajo puede estar lleno de estímulos agradables, la comida, si se saborea puede ser un placer único. Una conversación, escuchando activamente a la persona que se tiene enfrente, se puede disfrutar el doble. Un atardecer, notando la iluminación en la cara, el calorcito en los poros de la piel, los cambios de tono en el ambiente…

El mindfulness permite ejercitar esa capacidad. Asistí a una formación de Valeria Duarte recientemente que me gustó mucho.

Os dejo aquí un ejercicio inicial muy breve para que lo probéis. A ver qué os parece.

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